EL TERCER OJO

miércoles, 9 de noviembre de 2011

Desnuda al piano.

Desnuda al piano.



Salió del baño y vio esa imagen única que acompañaba el epílogo de cada velada de sexo: un cuerpo desnudo, perfecto como tallado, del más fino cuero ario sobre un taburete pálido, empuñando un piano que no dejaba una nota por sonar.

Emilia tenía los mejores pechos de la sinfónica; sólo quienes tocaban la trompa y los platillos podían fantasear con su escote desde su ubicación de privilegio en la segunda fila. Su adorable trasero estaba reservado para quien pudiera arrancarla en una noche lluviosa, una de esas que ella tanto amaba, ya que el pantalón azul oscuro del uniforme de la sinfónica, de tiro bajo y mal cortado, no dejaba nada en su lugar. Sin embargo, eran unos glúteos hermosos, incapaces de interrumpir la armonía de su cuerpo entero.

Tocaba emocionada y siempre se encorvaba un poco. Daba ciertos meneos con su cabeza y dos mechones de su rubia cabellera se salían rebeldes de su estructurado rodete y caían sobre su frente. Todas sus reservas, su timidez, desaparecían y afloraba el arte a través de esos mechones que se meneaban.

Ron sabía muy bien del talento de Emilia, pero en sus planes no cabía otra estrella que no fuera él. Cuando terminó la escuela secundaria realizó un sufrido viaje a Francia. Fueron dos años en los que se expuso a la xenofobia de los orquestistas galos, e incluso se sometió a los deseos del director de orquesta. Obtener un lugar en su escuela privada era la cima de las aspiraciones inmediatas y la base de los planes futuros. .

Unos años fingiendo saberlo todo sobre tango y otros conformando una orquesta experimental que fusionara el dos por cuatro con la música de cámara y su ego insatisfecho lo dejaron en los treinta y pico sólo y con ingresos cada vez más decadentes. Del Aaron Weisler que partió a París en busca de una carrera y con escasas proyecciones de éxito retornó Ron Weisler, un ignoto director de orquesta con acento francés y anécdotas incomprobables. Con el fracaso a cuestas y con la moral intacta, Ron arribó a Ezeiza donde lo esperaba un amigo de la Secretaría de Cultura de la Ciudad de Buenos Aires dispuesto a creerle sus historias de autopromoción.

A los pocos meses ya estaba dirigiendo la filarmónica y, tras fracasar- a sus ojos fue un boicot-, le asignaron una orquesta típica que en poco transformó en una orquesta, simple y monótona. Emilia era su estrella.

Acceder a ella, al menos a su cuerpo, no había sido tan difícil ya que ella tenía una extraña simpatía por los tipos que le imponían cierta distancia. Algo de ese ninguneo que Ron le practicaba la sedujo. Poco después de notar que sus encantos habían prendido en la joven, Ron urdió las excusas para llevarla hasta su departamento.

Exceptuando las experiencias de amor libre en el conservatorio de Banfield donde Emilia se había recibido, la vida sexual de los dos no abundaba en variedad. La nociva combinación del hedor de los parisiennes y su forzada auto elevación hacían de Ron un hombre muy poco deseable. Por su lado, el mal humor de Emilia era una barrera infranqueable a la hora del cortejo. Con la excepción de Mario Tornese, la segunda tuba, que algún martes se le insinuó con quien sabe qué chiste infantil mientras batía un café, nadie había pasado la distante trinchera del deseo mudo.

Un viernes de lluvia y frío que había ocasionado la deserción masiva de los miembros de la orquesta, a la salida del breve ensayo y convencido de su éxito, Ron aprovechó el ascensor que los llevaba desde el subsuelo del teatro hasta la planta baja. Con apenas dos metros por uno y medio, el cofre de hierros rechinante fue el escenario propicio: mientras ella permanecía hipnotizada por la imagen que se generaba entre las rejas del elevador y los pisos que pasaban, él acercó su bigote teñido de ocre por la nicotina y le obsequió algo de su poesía yoista.

Te gusta no- susurró- te gusta mucho.

La falta de respuesta le sumó coraje y echó por tierra las disculpas del plan B.

Se que te gusta, a todas le gusta. Se que me mirás y que te gusto, que te caliento- dijo.

El silencio se prolongó hasta que el ascensor se detuvo y luego de liberarse la salida, él la empujó hacia la boletería. En la misma pose, ella dejó caer sus partituras y se abandonó a los besos lascivos. Emilia recibía la torpeza de Ron con algo de romanticismo y aumentaba el encantamiento. Mientras él tocaba sus senos de forma abrupta, ella sentía que él estaba en plena toma de posesión de algo que siempre fue suyo; ese arrebato de pasión era para Emilia un manifiesto onanista por el que pasaba tanto la música como el sexo mismo. La excitaba. Mientras él la empujaba hacia abajo con fiereza y apremio, ella sentía que le estaba dando lo mejor de sí; casi como una perversa bendición.

Los encuentros se fueron multiplicando y de un hotel con pocas prestaciones pasaron al departamento de ella.

Está mal decorado y desaprovechás todos los espacios, las luces están desequilibradas y mal direccionadas- sugirió Ron en su primera visita.

A los dos los motivaba mantener todo en el silencio: sin saber por qué y sin nunca haberlo acordado, ambos habían coincidido en que era mejor vivir su amor dentro de los límites del dos ambientes. Así, fueron firmando varios acuerdos tácitos. Ella acataba cualquier sugerencia en cualquier momento y lugar, delante de quien sea, con la mejor cara; a fin de cuentas todo era por su bien y la sabiduría que brotaba de Ron bien le servía. Él podía tener cualquier contacto con otras mujeres mientras en tanto ella no se enterara. Mientras que a Emilia le bastaba con Ron, él no lograba conseguir otra.

Cenaban en silencio hasta que Ron decidía hacer su crítica culinaria. Exceptuando el vino que traía, todo era susceptible de mejoras.

En la cocina como en el piano, hacés esfuerzos ímprobos por sobreponerte a tu obra y es ahí cuando las emociones no te fluyen y morís en la mediocridad de la obra- sin quitar los ojos a la copa que aún conservaba un tercio de vino tinto.

En el más maduro de los silencios ella juntaba los platos y se dirigían a la cama. A pesar de ciertas aproximaciones en las que insinuaba que una u otra mujer, todas desconocidas y quizá ficticias, se le habían arrojado a sus masculinos brazos, Ron respetaba un poco los contratos firmados al aire. Después de algunos minutos de desenfreno unilateral, él iba al baño y ella se sentaba en el piano a improvisar desnuda.

Te saliste del compás otra vez. Cuando llegaste al segundo compás entraste muy arriba cuando en realidad debieras haber descendido hasta retomar los bajos y proyectar ad eternum- corregía Ron mientras con la toalla se secaba la entrepierna.

Cómo sabés si estaba improvisando- defendía su obra.

Sos muy obvia, además algo de eso es robado, estoy seguro y sabés que con mi oído no podés- la miraba con una sonrisa patética que proyectaba su idea de haberla descubierto.

Lo cierto es que de todas las críticas, las de la decoración de la casa, la sazón de la cena, el color de su ropa o los discos que coleccionaba, Emilia no compartía las sugerencias de Ron con respecto a la música. Ella lo admiraba, le creía, lo sentía un maestro, pero no toleraba que cuestionen su amor por el piano. De hecho, ese era el lugar común de las menciones de Ron. A sala llena y poco antes de estrenar para el cónsul de Rumania, Ron le gritó delante de todos sus compañeros.

¡Otra vez! Es que no entendés que los tiempos del piano no pueden apagarse, a ver si esta vez le ponés un poco de amor.

Poco tardaba Emilia en alterar su expresión: los ojos se le ceñían y los orificios nasales duplicaban su volumen. El cambio no era tan perceptible, pero desde el estrado del director su mirada dolía al contacto.

Otro día, otra noche, Ron osó cuestionar su vocación y esa fue la única vez que no tuvieron sexo. Apenas habían saboreado el postre cuando Ron decidió emprender la retirada.

Si bien no eran momentos agradables, Ron los motivaba esporádicamente sólo para probar su poder sobre Emilia. Ella alteraba su humor como para establecer un límite, pero en cuestión de días, a veces minutos, todo volvía a ser calma y sexo.

A pesar de que el nivel de las peleas se fue incrementando, en periodicidad y exposición también, nunca abandonaron sus encuentros íntimos; ambos los necesitaban, se necesitaban. Él amaba el meneo de ese cuerpo perfecto sobre su cintura y la danza que esos pechos realizaban delante de sus ojos. Ella se movía con la mirada perdida en el cielo raso de la habitación mientras se posaba con las manos sobre las rodillas de Ron que yacía semi sentado. La posición era la misma, la experiencia era cada más estimulante, al menos para ella. Emilia no podía despegarse de la relación; ni siquiera cuando surgió lo peor de Ron ella se planteó terminarla.

Los días del director se iban complicando; estaba encargado de componer una obra ligera para una nueva presentación de algún otro consulado. Ya no le servían los hurtos, los homenajes ni las obras inspiradas en, ahora tenía que sacar algo de la galera; una galera que jamás tuvo sobre su cabeza. Apenas dos pentagramas garabateados con tres notas unidas al azar era lo único que tenía a días de la presentación y con la presión de las autoridades y la orquesta sobre su espalda.

Mientras se duchaba y pensaba en lo bien que se lo había hecho, Emilia caminó desnuda hacia el piano como de costumbre.

Las notas comenzaron a brotar a la vez que Ron, desde el baño, comenzó a colocarse la toalla en la cintura a toda prisa. Con la intención de no provocar otra pelea, de no generar un mal momento, Emilia tomó los apuntes de Ron del portafolio y comenzó a ejecutar las notas señaladas hasta que se acabaron y tuvo que improvisar. Mojado y paralizado por el pánico, Ron salió del baño y presenció una tras otras las notas, la perfección encadenada y sostenida, la pasión hecha melodía. El miedo que había tapado, esa voz interior que había desoído porque su orgullo le impedía contemplar el talento de Emilia, fue un revés imposible de eludir. Se alojó en su retina el odio que muchas veces había camuflado, el rencor y la envidia se presentaron mientras atónito disfrutaba de una obra única. Las lágrimas explotaban en sus mejillas mientras sus dientes rechinaban y su cuerpo enrojecía. Involuntariamente humillado, mojado y pequeño, se acercó hasta el taburete y se soltó la toalla de la cintura. Mientras ella tocaba, él comenzó a acariciar su pelo, y cada vez con más ímpetu. Sobre el final, no pudo contenerse.

No tenés pasión por esto, no servís, sos una inútil- le decía- escucháme puta de mierda, te digo que dejés de torturar ese piano, enferma.

Ya era demasiado tarde: la rubia había alcanzado el clima al que nunca había llegado en la cama con Ron. Las primeras notas apuntadas abrieron una puerta que ni los insultos de Ron podían cerrar. Una sonrisa de otro mundo, irónica y plena, recorría las comisuras de Emilia mientras el meneo de su cabeza acompañaba el son y lo que antes eran dos mechones, ahora había llegado a su cabellera entera. Tras una nueva ráfaga de epítetos que no la alcanzaron, Ron tomó la toalla del suelo y la torsionó simulando una soga. Mientras las notas desbordaban el piano y Emilia culminaba su obra, él pasó la toalla retorcida por el cuello de la pianista y la ajustó hasta que la vida de su amante y su melodía se extinguieron. El desenfreno de Ron se apaciguó a medida que Emilia fue perdiendo color y su sonrisa fue morándose.

1 comentario:

  1. Me gusta como cada palabra nos revela imágenes y vemos la historia como si fuese una película, MB

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