EL TERCER OJO

lunes, 26 de septiembre de 2011

Notas encontradas en el cuaderno de un loco

El mundo narcoléptico


El mundo narcoléptico es así. Miro a través de su ventana con un mosquitero que me protege del afuera, al que deseo acceder, pero que no puedo dominar; de ahí el mosquitero. Las instancias de conexión son múltiples, pero los peligros se propagan en relación al grado de conciencia que tengo de ellos. Los ignoro en la medida que no los resuelvo.

Los locos, los no medicados, hacen todo lo contrario: asisten al exterior siendo ellos mismos, sin la mediación de la comunidad farmacéutica. Purgan su pena delante de todos, hacen una catarsis permanente donde lo que viven es lo que exponen. A nadie le importa si dicen incongruencias; ellos transitan su vida desde una óptica de verdad donde todos están equivocados. Los que los observan piensan lo mismo. Pero son más y el número marca la tendencia.

Me distingo de los locos porque la medicación activa ciertos filtros; conjuga en mi cabeza las ideas que tengo con las que tienen los demás y, por promedio, obtengo una idea que sea mi verdad, pero edulcorada a los ojos de los demás. Soy menos agresivo.

Los miedos son una reproducción lógica de las potencialidades dañinas del mundo exterior. Las pastillas logran que esa idea sea menos coherente en la medida que entiendo que soy como los demás. Las píldoras me asemejan. El desarrollo del ser social, dice mi analista, es la conjugación y convivencia de mis intereses con los de la sociedad. La media de mis impulsos sometidos a las normas que los demás imponen. Cuando no se imponen por la coacción natural de los seres es cuando actúan las pastillas, le digo. Ahí es donde comienza la eterna desdicha de la charla abierta: el huevo y la gallina de los locos y el mundo.

Cuando me enojo surge ese término: control. En mis palabras, manifestaciones, deseos. Nadie controla a los normales, a los sanos. Los locos, más no sea los mediados como yo, debemos estar controlados. Mientras creemos que somos demasiado para el mundo, el mundo es demasiado para nosotros. Es una relación vertiginosa. Es una prueba constante de los límites convencionales y nuestros impulsos.

Bajo las percepciones narcóticas, el dolor es un suceso innatural. La anestesia proporcionada limita todo a una cosquilla y estar vivo se remite sólo a las experiencias que el exterior nos festeja. No hay dolor, no hay miedos, hay control. Un cúmulo de sensaciones dosificadas que no alteran el orden de lo externo. El germen todavía está ahí, pero lo soslayamos por el bien de ustedes. Nos lo soslayan. Entonces, volver a sentir dolor comienza a ser una necesidad. Hay una balanza que pierde su equilibrio y sintoniza nuestra antena interna en un único sentido: sin dolor físico, sólo queda la angustia. El padecimiento corporal pasa a ser un placebo, una anestesia natural y paliativa que alfombra lo que realmente acontece. Etapa masoquista que le dicen.

Desde la mañana hasta la noche atravesamos las distintas parábolas que sostienen artificialmente nuestro estado. La necesidad de que consumamos un estabilizante se presenta cuando el efecto del que transita por el suero se diluye. Reaccionamos. Vuelve el cuerpo y el dolor, las marcas y las ataduras, los miedo y el vértigo, el hermoso vértigo. Vuelve la verdad. Salimos de dentro hacia el mundo y florecemos en lo que en apariencias es nuestro declive. Seis o siete veces al día vislumbramos la verdad que nos ocultan. Todo vuelve en forma de torbellino y esa sensación indómita es la que se apodera de nuestra razón: somos nosotros y de golpe. Es mucho. Sería más fácil si no nos dosificaran. Las ganas de vomitar se mezclan con el sabor de los mil cigarrillos y el olor a mierda de la habitación hasta que la ronda inicia. Cuadro por cuadro, desde la enfermera que trae la medicación hasta los jazmines que enloquecen a Guadalupe en su despertar se apagan, se destiñen y la verdad pasa a ser cosa de otros tiempos. Seis o siete horas; en seis o siete horas volvemos.

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