EL TERCER OJO

martes, 19 de abril de 2011

Paranoia de un día normal



La tarde se rendía a los pies de la noche. Todos íbamos, todos veníamos. Los ojos de todos estaban fijos y atentos; como águilas; como vigías; como carceleros. Revoloteaban entre las manos de los ajenos, las piernas de los de enfrente, las caras de los extraños. Los que salían miraban atentos que nadie entrara, los que entraban cerraban rápido; la sola sombra les producía un escozor en la piel, el vértigo de una posible persecución hacía que un escalofrío semejante a una ráfaga de viento recorriera desde las rodillas hasta los hombros frunciendo cada uno de los pelos de los brazos.

Aunque no sabíamos si algún día el día llegaría, los días nos la pasábamos escuchando los diarios que nos hablaban por las radios y nos decía que hoy nos iban a matar. En las noches de televisión, quienes llegábamos seguros a nuestros refugios nos informábamos que el mensaje escuchado por la mañana no había sido para nosotros y nos mostraba el muerto que no lo supo oír. Querían algo que teníamos, tenían algo que queríamos; nunca lo supimos. Los que no tenían nada lo querían todo; los que lo tenían decían no tenerlo pero merecerlo.

Un día que nadie sabía si era el día, todos salimos con las mismas guardias de siempre, con las mismas cosas que siempre y sin la mismas cosas que nunca tuvimos. Caminamos con cara de confiados hasta que algo se cayó, alguien gritó y todos sacamos las armas al mismo tiempo y disparamos. No salió ninguna bala.

Una lástima; hubiesen sido muchos problemas menos.

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