EL TERCER OJO

lunes, 12 de septiembre de 2011

Las trece y el banco




La caja diez iba lento, allí todo es plata.

A Martín le habían dicho que el ritmo del banco era cansino, que el ingreso era sencillo y que, con un mínimo llamado de atención, el clima se tornaría en su favor.

La caja diez iba lento. Mirna López había discutido por más de una semana, en distintas reuniones, sobre su salario insuficiente. A sus veinticinco años, ella estaba harta de las historias de los bancos de su padre.

En los 50, un banquero entraba a las 8 de mañana y salía a las tres de la tarde. Tenía el convenio colectivo por delante de todo y no había nada que se anteponga. Era nuestra carta de presentación, decía Roberto.

Elena tiene una frase de cabecera: es una vergüenza. Todo aquello que es nuevo y constituye un mundo que odia y no entiende es una vergüenza. Su jubilación no le alcanza para vivir muy bien. Tiene una pensión minima, pero nunca la declara en público. Impugna todo lo que la rodea y llora por la noche. Vive conectada a la televisión y reza por lo que no tiene.

A sus catorce años, la vida de Martín distaba mucho de ser un refresco a la sombra; de ser una noche de sexo; de ser un libro en la oscuridad de un estudio; de ser un plato de comida preferido, encargado, repetido. Su vida era un acopio de satisfacciones de imitación y contrabando.

La caja diez iba lento. La gente se decepcionada con una naturalidad sospechosa.

Ana salió de la casa a las seis y veinte, con el primer sol, y aguardó por su colectivo alrededor de veinte minutos en la parada. Subió a los empujones, le sacó el boleto un pibe que estaba apretado contra la máquina y escuchó la música que uno de los chicos hacía sonar desde su teléfono celular.

Cabecea una y otra vez. Escucha las idioteces que dicen en la radio y vuelve a cabecear. Mario está feliz desde que polarizaron los vidrios de la garita porque puede cabecear sin que nadie lo vea. También se saca los mocos con más libertad sin que nadie piense que es un asqueroso y sin que el gerente crea que hace de todo menos vigilar. También manda mensajes de texto por el horóscopo y los resultados de la quiniela. El horóscopo le avisa que la suerte no es lo suyo y, luego frustrarse las noticias del azar, jura que lo volverá a intentar.

Martín levanta a Yamila en la esquina con una sonrisa poco común. Con los huecos de los dientes que le faltan al aire le aventura una promisoria tarde. Es la hora del hambre de las 13.

Ana escucha a la vieja que está antes suyo en la fila de la caja diez despotricar contra la boluda de la cajera que, encima de tener cara de culo, dos veces le dio mal el vuelto y hasta en una oportunidad le enchufó uno de cien trucho. Es una vergüenza, repite. Es una vergüenza.

Es una vergüenza, escucha Mario entre los anuncios de la radio. Las 13 es la hora en la que todos creen que ir al banco es más rápido porque todos están comiendo. Todos están allí.

Martín usa la puerta giratoria dos veces, la gente lo mira y Yamila sonríe con algo de cinismo. Pone su mochila entre sus piernas y abre el cierre cuando Yamila lo toma del brazo y le dice:

Que haces-

Un asalto- dice su voz adolescente, torpe.

El grito de Elena se escuchó cuando Mario ejecutó su nueve reglamentaria sobre la nuca de Martín. Yamila se arrastró por las baldosas hasta que llegó al final de la fila once. La sangre de Martín explotó sobre el saco largo de Ana y la falda de Elena. Primero sus rodillas y luego su torso y cabeza fueron tocando el suelo y el charco rojo comenzó a cubrir las bruñidas baldosas. El estruendo del disparo paseó por todos los pasillos.

Mario abrió finalmente su mochila, sacó las papitas, los chizitos y la coca y colocó un 22 corto sin balas.

Daños colaterales, dijo el gerente.

Al día siguiente, la caja diez estaba un poco más rápida.

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