EL TERCER OJO

viernes, 29 de julio de 2011

Notas encontradas en el cuaderno de un loco

Los hombres no saben reclamar


En mi rol de observador, de sociólogo de bar y orador de amigos tengo una conclusión en mis manos y la antipática tarea de revelarla: Los hombres no saben reclamar.

Como debiera exponer casi dos siglos de investigaciones, me tomé la molestia de verter todas las aristas del trabajo sobre dos claros ejemplos.

Rubén está gordo y, a causa de esto, necesita otro pantalón. Del diálogo matutino surge que, porque las veces que lo hicieron juntos Rubén culminó agotado y con un ejemplar que de ninguna manera era lo que había proyectado, deberá ir de compras al salir de la oficina y solo.

Rubén necesita el pantalón, pero ve la tarea como una molestia innecesaria. Más quisiera él que Isabel llegue un día con el pantalón que le gusta y abandonar el tema; pero no.

Al salir de su trabajo, Rubén pasea por los distintos locales del centro comercial, mira botines, camisetas y vendedoras. Cuando considera culminado el periplo se apronta a la casa donde venden sus pantalones, los que Isabel llama “de viejo”, y toma un par. Paga y se va.

Al día siguiente, Rubén se siente realizado: lo hizo solo, lo hizo rápido y hasta lo disfruto. Es todo un éxito.

Llegado el momento de ponérselo, enfunda sus pantorrillas, recién ahí quita las etiquetas de cartón, y procede a subir el pantalón a fuerza de contorneos y vires que teatralizan una danza del Ditirambo.

¡Isabel¡- grita Rubén.

Rubén no conoce su talle y lo acaba de notar.

Grita el nombre de su esposa porque está desesperado, necesita auxilio y un culpable. Necesita a alguien a quién incriminar por todo ese orgullo que sintió ayer y que hoy, a la primera prueba, se cae rendido a las predicciones de su cónyuge.

Yo te dije- las primeras palabras de Isabel son un eco que nace desde su niñez, desde su madre.

Con el ánimo apisonado y con la pesadumbre del fracaso sobre sus hombros, recorre las vidrieras que ayer le sonreían y en su paranoia cree que todos saben que está a punto de caer rendido ante la evidencia.

La carga emotiva es altísima, la presión sobre sus hombros hace que el hecho más cotidiano ahora parezca una cuestión de virilidad. La decepción lo acompaña hasta la caja donde la chica que ayer le sonrió y entregó el vuelto hoy lo mira con ojos de lascivia insatisfecha.

Los cambios se realizan de lunes a jueves y de ese modelo ya no quedan más- arguye.

¿Qué haría Isabel en este momento? Trata de recordar las enseñanzas de su esposa y le resulta imposible; sólo recuerda la vergüenza que sintió y con eso le basta para tomar otro camino.

Pero…- intenta nuevamente.

¿Sí?- distante y agresiva.

No nada, dejá.

Se aleja por esa puerta que huele a vainilla con la extraña certeza de que Isabel se hubiera llevado medio local y una bonificación de descuento en futuras compras en la misma maniobra que él ha dejado pasar.

Con la bandera a medio mástil elabora un plan alternativo que, por muy ocurrente que sea, no se moverá de comprar otro pantalón, cubrir el gasto con una mentira y regalar o tirar el que no le entra.

Este segundo ejemplo está dominado por la testosterona que invade la escena cuando más de dos amigos se reúnen en pos del relajo del género.

En una casa sin compromisos, en un comedor de solteros, seis amigos se reunieron para pasar un rato ameno y compartir eso que de chicos y por herencia social reconocen como amistad.

Abundan bebidas espirituosas sobre la mesa. Las diversas etiquetas marcan el gusto de cada uno y, a poco de reunidos, ya existen tres subgrupos que charlan. Nada es importante, todo es gracioso.

A pesar de que hay tres de los seis que han recibido alguna que otra clase de cocina, en parte porque es una buena herramienta para atraer al sexo opuesto y en parte por la tradición que circunda en lo culinario, por votación general se realiza un pedido telefónico a la pizzería del barrio.

Con la desorganización que los caracteriza, uno ya ha marcado los dígitos del teléfono y se dispone a iniciar la charla cuando aún no han decidido que ordenarán. Entre las risas, las chanzas y la música se realiza un pedido que seguramente será mucho, o poco, pero nunca lo justo.

Avisados de la demora, no más de media hora, se lanzan nuevamente a la charla que habían abandonado. Otra vez el relajo, otra vez el alcohol, las risas, el tabaco y el placer.

A la hora de charla, que pareció muchos menos, alguien se pregunta -¿A qué hora pedimos las pizzas?-. Después de que los seis aventurasen durante otros quince minutos cuál fue el horario del llamado, uno toma el aparato y digita.

Pizzería- presenta una mujer de voz joven y presurosa.

Hola- decidido él- quería saber cuanto le falta al pedido de Sucre 100.

Ya salió para allá- devuelve.

Un tímido “gracias” tras unos segundos de silencio culmina la conversación.

Dice que ya viene- comunica en rol de vocero.

Otra vez a la charla, otra vez a las bebidas, el tabaco y el placer. Todo igual, pero con los primeros signos de hambre.

Esta operación de llamados y reclamos se repite reiteradas veces. En no más de tres turnos de interlocución, ellos preguntan, les responden y se corta con un amargo adiós.

Llamá vos que no llamaste nunca y no te conocen la voz- intercalan.

La señorita del otro lado no titubea. Lanza una respuesta tras otra y es una gigante contra seis enanos. No hay repreguntas, como mucho alguno recuerda la espera que transcurrió desde el primer pedido. Ella es tajante en las respuestas, sabe de reclamos y demoras y se mueve ágilmente. Cualquier mujer hubiera comenzado un rosario de epítetos principiado por “escuchame querida”, que hubiera culminado en la cancelación del pedido. El hombre se rige por el principio del placer y, por herido que esté, no está dispuesto a abandonar la misión. No sabe como hacerlo, ni conoce de retiradas orgullosas.

Para peor, en grupo se potencian todas las virtudes y los defectos. En las mujeres, el halo de autoritarismo que las rodea se expande como la radiación y son un regimiento en lugar de un dictador. Los hombres, ante la figura de una mujer que los embiste en cada ataque, se repliegan en busca de un lugar seguro.

Para los hombres la necesidad es inmediata, pero el desgano, la pereza y la vergüenza son vallas imposibles del saltar.

En la intimidad de un tocador dominado por el contenido de un neceser, en las amargas sombras de un bar húmedo, en la desesperantemente lenta caminata hacia el altar, en la histórica y rutinaria costumbre de parir, en las largas colas donde abundan los indignados, el arte de la demora y el reclamo es de la mujer.

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