EL TERCER OJO

jueves, 14 de julio de 2011

Relaciones laborales



Entraba todos los días con esa cara de pacata, con esa expresión de agua mineral que no decía nada. Le resultaba repulsiva. Siempre tapada por los biblioratos que contenían los asientos de la semana anterior, con el pelo grasoso, con los lentes caídos y con esa mirada de cordero en pascua judía.

Yanina Becerra, Yani, la Negra, de mil modos se la llamaba. Para Fabián Romero era “la pelotuda ésta”.

A medida que el estudio fue progresando, en parte gracias a los nuevos y más acaudalados clientes y, también, gracias a que el amado y admirado Don Serafín sabía moverse muy bien por las esferas de poder, fueron ingresando nuevos contadores. Cada uno trajo su secretaria, pero Romero, que se relamía con una veinteañera de faldas ajustadas, pantorrillas largas y zapatos tacón alto, debió conformarse con el favor que le hizo Don Serafín a su mucama.

Romero regurgitaba insultos por dentro. Como la acidez, el encono lo carcomía y no lo dejaba ver lo mucho que Yanina se esforzaba por caerle bien. Empresa inútil si la hubo.

Becerra venga- gritaba fuerte, para que lo oigan.

Tenemos la misma edad, podés decirme Yanina- café en mano y con la guardia baja.

En lo que a tensión se refiere, la relación nunca varió. Tenía pequeños interludios cuando Don Serafín se acercaba y le demostraba su paternal afecto a Yanina. Romerito, así le decían, se desvivía por hacerle saber a su jefe que Becerra hacía todo y más en sus quehaceres, que era la mejor. Cuando Don Serafín se alejaba con una sonrisa, Romero vomitaba un amargo “de nada”, para hacerle saber que todo había sido un acto de piedad.

Como esas cosas que no se explican demasiado, pero de las que abundan ejemplos, Yanina había desarrollado un profundo amor hacia su latiguero. Día a día, se esmeraba con el café, le plegaba el diario de la mejor forma, y hasta había realizado algún comentario ensalzador delante de Don Serafín.

Su obvio accionar la había delatado. Las otras secretarias le recriminaban tan ridículo amor; los compañeros de Romero, profesionales aspirantes a Serafines, se burlaban de él en forma socarrona.

Romerito, vas a ser el yerno del Jefe- decían, conjugando amor y sospechas.

Llegó un momento en que la situación se hizo insostenible. El desmedido amor de Yanina se condensaba en una especie de sometimiento que nadie toleraba. Las agresiones de Romero se multiplicaban hasta humillarla.

La cosa empeoró cuando Ibáñez recibió el ascenso que Romero tanto esperaba. Por ello había tolerado a Yanina, había sido por demás amable con Don Serafín y había soportado las altanerías de Ibáñez que, en cada conversación, se jactaba de su relación con Don Serafín y de la confianza que éste le tenía.

Su frustrada promoción a jefe de cuentas lo eclipsó. No podía apartar su mente de lo que él consideraba una injusticia. Quería matarlo, matarlos. Necesitaba descargar toda su furia en alguien y no sabía con quién.

Sr. Romero, le dejo su café- dijo la víctima.

Ya estaba dicho. La mejor forma de vengarse en silencio era con Yanina. Había escuchado más de una vez las burlas e interpretaciones de Ibáñez sobre como había sido concebida en el descampado de Orión y Salguero, en el asiento de atrás del auto de Don Serafín. Había escuchado los gritos de madre de Yanina y hasta el llanto de la niña al nacer.

Yani, vení por favor- dijo.

Si- era la primera vez que la llamaba así. Estaba extasiada.

Hoy me tengo que quedar hasta tarde con la cuenta de Asincop, ¿me das una mano?

Seguro, llamo a mi casa y aviso que llego tarde- dijo entusiasmada.

La venganza estaba en marcha. Los pasos eran los lógicos y el cordero se había apoyado sobre la guillotina.

Las luces de las oficinas se fueron apagando hasta que sólo quedó un corredor oscuro y el despacho de Romero iluminado.

Chau Fabián- se despidió último Don Serafín en compañía de Ibáñez.

Romero esperó un poco y dijo: Vamos Yani, dale, vamos que terminé.

Ella tomó su saco y salieron rumbo al estacionamiento. Justo antes de entrar al Fiat Uno rojo, él le dijo:

Como es la vida, a veces tenés al amor en frente y no lo ves.

Qué- exclamó entre pregunta y asombro. Algo de su sueño de Cenicienta se hacía real.

Nada, dejame- abrió la puerta y subieron.

Durante el camino le pidió que lo acompañara hasta la casa de un amigo a buscar algo, y que después la dejaría directamente es su casa. Como era de esperar, accedió sin chistar.

El auto dobló a la derecha uno y otra vez. Encaró derecho, dio dos saltos cuando subió el cordón de la calle y se metió en el baldío.

Dejame mandar un mensaje de texto y hablamos- le rogó mientras ponía su celular en grabador para captar y dejar registro del acto.

Primero se acercó, le habló al oído y llevó su mano en forma cursi hasta la oreja de Yanina. Le acomodó el pelo, le pidió perdón por las veces que negó este amor incontrolable e intentó besarla. Si bien ella accedió en un principio, los movimientos bruscos de Fabián motivaron una leve lejanía.

No sé que hacés- le dijo ella- estoy confundida.

Confundida por qué, no era lo querías.

Las manos de Romerito comenzaron a bailar por el cuerpo de Yanina. Con mucha más educación de la que ameritaba el momento lo fue corriendo del lugar para hacerle saber que algo de ella quería estar allí, pero no de esa manera. Romerito aceleró los movimientos y ella la huida.

Me parece que te estás pasando.

Pero quién carajo te pensás que sos pelotuda- asestó. Te pensás que sos intocable porque sos la hija….

El estruendo no fue menor. Yanina tomó su cabeza y notó que tenía sangre sin saber de donde provenía. Le dolía mucho el brazo y las costillas. El sacudón la había mareado. Levantó la vista y vio a Romero con la cara hundida en la bocina, que de a poco se apagaba.

Como pudo salió del auto y corrió hacia la luz hasta llegar a la esquina del baldío. El escenario del amor era toda una tragedia. Corrió en forma desesperada y, confundida, tomó un colectivo incorrecto.

Cuando Romero comenzó el cortejo, apagó las luces del auto. En el ingreso al oscuro baldío del amor nada hacía prever que allí yacía un automóvil. Otro asiduo cliente del lugar había ingresado con el mismo apuro y en la misma dirección. La colisión había destruido el frente del Toyota negro que los había embestido.

Minutos después de que Yanina se tomara el colectivo, Ibáñez reaccionaba en el auto de atrás y descendía lentamente tomándose la cabeza.

Al día siguiente el estudio estaba de luto. En la misma sala velaron a Romerito y a Don Serafín.

Yanina fue, Ibáñez no.

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