EL TERCER OJO

miércoles, 9 de noviembre de 2011

Desnuda al piano.

Desnuda al piano.



Salió del baño y vio esa imagen única que acompañaba el epílogo de cada velada de sexo: un cuerpo desnudo, perfecto como tallado, del más fino cuero ario sobre un taburete pálido, empuñando un piano que no dejaba una nota por sonar.

Emilia tenía los mejores pechos de la sinfónica; sólo quienes tocaban la trompa y los platillos podían fantasear con su escote desde su ubicación de privilegio en la segunda fila. Su adorable trasero estaba reservado para quien pudiera arrancarla en una noche lluviosa, una de esas que ella tanto amaba, ya que el pantalón azul oscuro del uniforme de la sinfónica, de tiro bajo y mal cortado, no dejaba nada en su lugar. Sin embargo, eran unos glúteos hermosos, incapaces de interrumpir la armonía de su cuerpo entero.

Tocaba emocionada y siempre se encorvaba un poco. Daba ciertos meneos con su cabeza y dos mechones de su rubia cabellera se salían rebeldes de su estructurado rodete y caían sobre su frente. Todas sus reservas, su timidez, desaparecían y afloraba el arte a través de esos mechones que se meneaban.

Ron sabía muy bien del talento de Emilia, pero en sus planes no cabía otra estrella que no fuera él. Cuando terminó la escuela secundaria realizó un sufrido viaje a Francia. Fueron dos años en los que se expuso a la xenofobia de los orquestistas galos, e incluso se sometió a los deseos del director de orquesta. Obtener un lugar en su escuela privada era la cima de las aspiraciones inmediatas y la base de los planes futuros. .

Unos años fingiendo saberlo todo sobre tango y otros conformando una orquesta experimental que fusionara el dos por cuatro con la música de cámara y su ego insatisfecho lo dejaron en los treinta y pico sólo y con ingresos cada vez más decadentes. Del Aaron Weisler que partió a París en busca de una carrera y con escasas proyecciones de éxito retornó Ron Weisler, un ignoto director de orquesta con acento francés y anécdotas incomprobables. Con el fracaso a cuestas y con la moral intacta, Ron arribó a Ezeiza donde lo esperaba un amigo de la Secretaría de Cultura de la Ciudad de Buenos Aires dispuesto a creerle sus historias de autopromoción.

A los pocos meses ya estaba dirigiendo la filarmónica y, tras fracasar- a sus ojos fue un boicot-, le asignaron una orquesta típica que en poco transformó en una orquesta, simple y monótona. Emilia era su estrella.

Acceder a ella, al menos a su cuerpo, no había sido tan difícil ya que ella tenía una extraña simpatía por los tipos que le imponían cierta distancia. Algo de ese ninguneo que Ron le practicaba la sedujo. Poco después de notar que sus encantos habían prendido en la joven, Ron urdió las excusas para llevarla hasta su departamento.

Exceptuando las experiencias de amor libre en el conservatorio de Banfield donde Emilia se había recibido, la vida sexual de los dos no abundaba en variedad. La nociva combinación del hedor de los parisiennes y su forzada auto elevación hacían de Ron un hombre muy poco deseable. Por su lado, el mal humor de Emilia era una barrera infranqueable a la hora del cortejo. Con la excepción de Mario Tornese, la segunda tuba, que algún martes se le insinuó con quien sabe qué chiste infantil mientras batía un café, nadie había pasado la distante trinchera del deseo mudo.

Un viernes de lluvia y frío que había ocasionado la deserción masiva de los miembros de la orquesta, a la salida del breve ensayo y convencido de su éxito, Ron aprovechó el ascensor que los llevaba desde el subsuelo del teatro hasta la planta baja. Con apenas dos metros por uno y medio, el cofre de hierros rechinante fue el escenario propicio: mientras ella permanecía hipnotizada por la imagen que se generaba entre las rejas del elevador y los pisos que pasaban, él acercó su bigote teñido de ocre por la nicotina y le obsequió algo de su poesía yoista.

Te gusta no- susurró- te gusta mucho.

La falta de respuesta le sumó coraje y echó por tierra las disculpas del plan B.

Se que te gusta, a todas le gusta. Se que me mirás y que te gusto, que te caliento- dijo.

El silencio se prolongó hasta que el ascensor se detuvo y luego de liberarse la salida, él la empujó hacia la boletería. En la misma pose, ella dejó caer sus partituras y se abandonó a los besos lascivos. Emilia recibía la torpeza de Ron con algo de romanticismo y aumentaba el encantamiento. Mientras él tocaba sus senos de forma abrupta, ella sentía que él estaba en plena toma de posesión de algo que siempre fue suyo; ese arrebato de pasión era para Emilia un manifiesto onanista por el que pasaba tanto la música como el sexo mismo. La excitaba. Mientras él la empujaba hacia abajo con fiereza y apremio, ella sentía que le estaba dando lo mejor de sí; casi como una perversa bendición.

Los encuentros se fueron multiplicando y de un hotel con pocas prestaciones pasaron al departamento de ella.

Está mal decorado y desaprovechás todos los espacios, las luces están desequilibradas y mal direccionadas- sugirió Ron en su primera visita.

A los dos los motivaba mantener todo en el silencio: sin saber por qué y sin nunca haberlo acordado, ambos habían coincidido en que era mejor vivir su amor dentro de los límites del dos ambientes. Así, fueron firmando varios acuerdos tácitos. Ella acataba cualquier sugerencia en cualquier momento y lugar, delante de quien sea, con la mejor cara; a fin de cuentas todo era por su bien y la sabiduría que brotaba de Ron bien le servía. Él podía tener cualquier contacto con otras mujeres mientras en tanto ella no se enterara. Mientras que a Emilia le bastaba con Ron, él no lograba conseguir otra.

Cenaban en silencio hasta que Ron decidía hacer su crítica culinaria. Exceptuando el vino que traía, todo era susceptible de mejoras.

En la cocina como en el piano, hacés esfuerzos ímprobos por sobreponerte a tu obra y es ahí cuando las emociones no te fluyen y morís en la mediocridad de la obra- sin quitar los ojos a la copa que aún conservaba un tercio de vino tinto.

En el más maduro de los silencios ella juntaba los platos y se dirigían a la cama. A pesar de ciertas aproximaciones en las que insinuaba que una u otra mujer, todas desconocidas y quizá ficticias, se le habían arrojado a sus masculinos brazos, Ron respetaba un poco los contratos firmados al aire. Después de algunos minutos de desenfreno unilateral, él iba al baño y ella se sentaba en el piano a improvisar desnuda.

Te saliste del compás otra vez. Cuando llegaste al segundo compás entraste muy arriba cuando en realidad debieras haber descendido hasta retomar los bajos y proyectar ad eternum- corregía Ron mientras con la toalla se secaba la entrepierna.

Cómo sabés si estaba improvisando- defendía su obra.

Sos muy obvia, además algo de eso es robado, estoy seguro y sabés que con mi oído no podés- la miraba con una sonrisa patética que proyectaba su idea de haberla descubierto.

Lo cierto es que de todas las críticas, las de la decoración de la casa, la sazón de la cena, el color de su ropa o los discos que coleccionaba, Emilia no compartía las sugerencias de Ron con respecto a la música. Ella lo admiraba, le creía, lo sentía un maestro, pero no toleraba que cuestionen su amor por el piano. De hecho, ese era el lugar común de las menciones de Ron. A sala llena y poco antes de estrenar para el cónsul de Rumania, Ron le gritó delante de todos sus compañeros.

¡Otra vez! Es que no entendés que los tiempos del piano no pueden apagarse, a ver si esta vez le ponés un poco de amor.

Poco tardaba Emilia en alterar su expresión: los ojos se le ceñían y los orificios nasales duplicaban su volumen. El cambio no era tan perceptible, pero desde el estrado del director su mirada dolía al contacto.

Otro día, otra noche, Ron osó cuestionar su vocación y esa fue la única vez que no tuvieron sexo. Apenas habían saboreado el postre cuando Ron decidió emprender la retirada.

Si bien no eran momentos agradables, Ron los motivaba esporádicamente sólo para probar su poder sobre Emilia. Ella alteraba su humor como para establecer un límite, pero en cuestión de días, a veces minutos, todo volvía a ser calma y sexo.

A pesar de que el nivel de las peleas se fue incrementando, en periodicidad y exposición también, nunca abandonaron sus encuentros íntimos; ambos los necesitaban, se necesitaban. Él amaba el meneo de ese cuerpo perfecto sobre su cintura y la danza que esos pechos realizaban delante de sus ojos. Ella se movía con la mirada perdida en el cielo raso de la habitación mientras se posaba con las manos sobre las rodillas de Ron que yacía semi sentado. La posición era la misma, la experiencia era cada más estimulante, al menos para ella. Emilia no podía despegarse de la relación; ni siquiera cuando surgió lo peor de Ron ella se planteó terminarla.

Los días del director se iban complicando; estaba encargado de componer una obra ligera para una nueva presentación de algún otro consulado. Ya no le servían los hurtos, los homenajes ni las obras inspiradas en, ahora tenía que sacar algo de la galera; una galera que jamás tuvo sobre su cabeza. Apenas dos pentagramas garabateados con tres notas unidas al azar era lo único que tenía a días de la presentación y con la presión de las autoridades y la orquesta sobre su espalda.

Mientras se duchaba y pensaba en lo bien que se lo había hecho, Emilia caminó desnuda hacia el piano como de costumbre.

Las notas comenzaron a brotar a la vez que Ron, desde el baño, comenzó a colocarse la toalla en la cintura a toda prisa. Con la intención de no provocar otra pelea, de no generar un mal momento, Emilia tomó los apuntes de Ron del portafolio y comenzó a ejecutar las notas señaladas hasta que se acabaron y tuvo que improvisar. Mojado y paralizado por el pánico, Ron salió del baño y presenció una tras otras las notas, la perfección encadenada y sostenida, la pasión hecha melodía. El miedo que había tapado, esa voz interior que había desoído porque su orgullo le impedía contemplar el talento de Emilia, fue un revés imposible de eludir. Se alojó en su retina el odio que muchas veces había camuflado, el rencor y la envidia se presentaron mientras atónito disfrutaba de una obra única. Las lágrimas explotaban en sus mejillas mientras sus dientes rechinaban y su cuerpo enrojecía. Involuntariamente humillado, mojado y pequeño, se acercó hasta el taburete y se soltó la toalla de la cintura. Mientras ella tocaba, él comenzó a acariciar su pelo, y cada vez con más ímpetu. Sobre el final, no pudo contenerse.

No tenés pasión por esto, no servís, sos una inútil- le decía- escucháme puta de mierda, te digo que dejés de torturar ese piano, enferma.

Ya era demasiado tarde: la rubia había alcanzado el clima al que nunca había llegado en la cama con Ron. Las primeras notas apuntadas abrieron una puerta que ni los insultos de Ron podían cerrar. Una sonrisa de otro mundo, irónica y plena, recorría las comisuras de Emilia mientras el meneo de su cabeza acompañaba el son y lo que antes eran dos mechones, ahora había llegado a su cabellera entera. Tras una nueva ráfaga de epítetos que no la alcanzaron, Ron tomó la toalla del suelo y la torsionó simulando una soga. Mientras las notas desbordaban el piano y Emilia culminaba su obra, él pasó la toalla retorcida por el cuello de la pianista y la ajustó hasta que la vida de su amante y su melodía se extinguieron. El desenfreno de Ron se apaciguó a medida que Emilia fue perdiendo color y su sonrisa fue morándose.

lunes, 26 de septiembre de 2011

Notas encontradas en el cuaderno de un loco

El mundo narcoléptico


El mundo narcoléptico es así. Miro a través de su ventana con un mosquitero que me protege del afuera, al que deseo acceder, pero que no puedo dominar; de ahí el mosquitero. Las instancias de conexión son múltiples, pero los peligros se propagan en relación al grado de conciencia que tengo de ellos. Los ignoro en la medida que no los resuelvo.

Los locos, los no medicados, hacen todo lo contrario: asisten al exterior siendo ellos mismos, sin la mediación de la comunidad farmacéutica. Purgan su pena delante de todos, hacen una catarsis permanente donde lo que viven es lo que exponen. A nadie le importa si dicen incongruencias; ellos transitan su vida desde una óptica de verdad donde todos están equivocados. Los que los observan piensan lo mismo. Pero son más y el número marca la tendencia.

Me distingo de los locos porque la medicación activa ciertos filtros; conjuga en mi cabeza las ideas que tengo con las que tienen los demás y, por promedio, obtengo una idea que sea mi verdad, pero edulcorada a los ojos de los demás. Soy menos agresivo.

Los miedos son una reproducción lógica de las potencialidades dañinas del mundo exterior. Las pastillas logran que esa idea sea menos coherente en la medida que entiendo que soy como los demás. Las píldoras me asemejan. El desarrollo del ser social, dice mi analista, es la conjugación y convivencia de mis intereses con los de la sociedad. La media de mis impulsos sometidos a las normas que los demás imponen. Cuando no se imponen por la coacción natural de los seres es cuando actúan las pastillas, le digo. Ahí es donde comienza la eterna desdicha de la charla abierta: el huevo y la gallina de los locos y el mundo.

Cuando me enojo surge ese término: control. En mis palabras, manifestaciones, deseos. Nadie controla a los normales, a los sanos. Los locos, más no sea los mediados como yo, debemos estar controlados. Mientras creemos que somos demasiado para el mundo, el mundo es demasiado para nosotros. Es una relación vertiginosa. Es una prueba constante de los límites convencionales y nuestros impulsos.

Bajo las percepciones narcóticas, el dolor es un suceso innatural. La anestesia proporcionada limita todo a una cosquilla y estar vivo se remite sólo a las experiencias que el exterior nos festeja. No hay dolor, no hay miedos, hay control. Un cúmulo de sensaciones dosificadas que no alteran el orden de lo externo. El germen todavía está ahí, pero lo soslayamos por el bien de ustedes. Nos lo soslayan. Entonces, volver a sentir dolor comienza a ser una necesidad. Hay una balanza que pierde su equilibrio y sintoniza nuestra antena interna en un único sentido: sin dolor físico, sólo queda la angustia. El padecimiento corporal pasa a ser un placebo, una anestesia natural y paliativa que alfombra lo que realmente acontece. Etapa masoquista que le dicen.

Desde la mañana hasta la noche atravesamos las distintas parábolas que sostienen artificialmente nuestro estado. La necesidad de que consumamos un estabilizante se presenta cuando el efecto del que transita por el suero se diluye. Reaccionamos. Vuelve el cuerpo y el dolor, las marcas y las ataduras, los miedo y el vértigo, el hermoso vértigo. Vuelve la verdad. Salimos de dentro hacia el mundo y florecemos en lo que en apariencias es nuestro declive. Seis o siete veces al día vislumbramos la verdad que nos ocultan. Todo vuelve en forma de torbellino y esa sensación indómita es la que se apodera de nuestra razón: somos nosotros y de golpe. Es mucho. Sería más fácil si no nos dosificaran. Las ganas de vomitar se mezclan con el sabor de los mil cigarrillos y el olor a mierda de la habitación hasta que la ronda inicia. Cuadro por cuadro, desde la enfermera que trae la medicación hasta los jazmines que enloquecen a Guadalupe en su despertar se apagan, se destiñen y la verdad pasa a ser cosa de otros tiempos. Seis o siete horas; en seis o siete horas volvemos.

jueves, 15 de septiembre de 2011

Teoría del Túnel



Por Julio Cortázar
Inédito. Aparecido en página 12 el 6/02/94

El caballo y su viva entraña amanecen a una tarea terrible, y lo que va del siglo ha mostrado el astillamiento de estructuras consideradas escolarmente como normativas. Aún no hemos conocido mucho más que el movimiento de destrucción; este ensayo tiende a afirmar la existencia de un movimiento constructivo, que se inicia sobre bases distintas a las tradicionalmente literarias, y que sólo podría confundirse con la línea histórica por la analogía de los instrumentos. Es en este punto donde el término literatura requiere ser sustituido por otro que, conservando la referencia al uso instrumental del lenguaje, precise mejor el carácter de esta actividad que cumple cierto escritor contemporáneo.
Si hasta este punto no hemos pasado de mostrar cómo nuestro escrito barrena las murallas del idioma literario por una razón de desconfianza, por creer que de no hacerlo se encierra en un vehículo sólo capaz de llevarlo por determinados caminos, importa ya reconocer que esa agresión no responde a una ansiedad de liberación frente a convenciones formales, sino que revela la presencia de dimensiones esencialmente incontenibles en el lenguaje estético, pero que exigen formulación y en algunos casos son formulación. El escritor agresivo no incurre en la puerilidad de sostener que los literatos del pasado se expresaban imperfectamente o traicionaban su compromiso. Sabe que el literato vocacional arribaba a una síntesis satisfactoria para su tiempo y su ambición, con un proceso como el que he mostrado en el caso de Balzac. Nuestro escritor advierte en sí mismo, en la problematicidad que le impone su tiempo, que su condición humana no es reductible estéticamente y que por ende la literatura falsea al hombre a quien ha pretendido manifestar en su multiplicidad y su totalidad; tiene conciencia de un radiante fracaso, de una parcelación del hombre a manos de quien mejor podía integrarlo y comunicarlo; en los libros que lee no encuentra de sí mismo otra cosa que fragmentos, modos parciales de ser: ve una acción mediatizada y constreñida, una reflexión que cree forjarse sus cauces y discurre tristemente encauzada apenas se formula verbalmente, un hombre de letras como quien dice una sopa de letras, personaje invariable de todos los libros, de todas las literaturas. Y se inclina con temerosa maravilla ante esos escritores del pasado donde asoma, proféticamente, la conciencia del hombre total, del hombre que sólo conviene en órdenes estéticos cuando los halla coincidentes con su libre impulso, y que a veces los crea para sí "sino como Rimbaud o Picasso". Hombre con conciencia clara de que debe elegir antes de aceptar, que la tradición literaria, social o religiosa no pueden ser libertad si se las acepta y continúa pasivamente, lampadofóricamente. De hombres tales testimonian muchos momentos de la literatura, y el escritor contemporáneo observa sagazmente que en todos los casos su actitud de libertad se ha visto probada por alguna manera de agresión contra las formas mismas de lo literario.
El lenguaje de las letras ha incurrido en hipocresía al pretender estéticamente modalidades no estéticas del hombre; no sólo parcelaba el ámbito total de lo humano sino que llegaba a deformar lo informulable para fingir que lo formulaba; no sólo empobrecía el reino sino que vanidosamente mostraba falsos fragmentos que reemplazaban -fingiendo serlo- a aquello irremisiblemente fuera de su ámbito expresivo.
La etapa destructiva se impone al rebelde como necesidad moral -ruptura de los cant, entre los cuales están las contrapartes de todas las secciones áureas- y como marcha hacia una reconquista instrumental. Si el hombre es ese animal que no puede no ejercitar su libertad (perdiéndola, por ejemplo), y es asimismo aquel cuya libertad sólo alcanza plenitud dentro de formas que la contienen adecuadamente porque de ella misma nacen por un acto libre, se comprende que la exacerbación contemporánea del problema de la libertad (que no es don gratuito y sí conquista existencial) tenga su formulación literaria en la agresión contra los órdenes tradicionales. Se repara en ciertas situaciones (entiendo por esto una estructura temática a expresar, a manifestarse expresivamente) que no admiten simple reducción verbal, o que sólo formuladas verbalmente se mostrarán como situaciones -lo que ocurre en las formas automáticas del surrealismo, donde el escritor se entera después que su obra es esto o aquello-. Mirando así las cosas, se advierte la necesidad de dividir al escritor en grupos opuestos: el que informa la situación en el idioma (y ésta sería la línea tradicional), y el que informa el idioma en la situación. En la etapa ya superada de la experimentación automática de la escritura, era frecuente advertir que el idioma se hundía en total bancarrota como hecho estético al someterse a situaciones ajenas a su latitud semántica, tanto que el retorno momentáneo del escritor a la conciencia se traducía en imágenes fabricadas, recidivas de la lengua literaria, falsa aprehensión de intuiciones que sólo nacían de adherencias verbales y no de visión extraverbal. El idioma era allí informado en la situación, subsumido a ésta: se advertía, en la total actividad "literaria", lo que antaño fuera sólo privativo de las más altas instancias de la poesía lírica.
No puede decirse que la tentativa de escritura automática haya tenido más valor que el de lustración y alerta, porque en definitiva el escritor está dispuesto a sacrificarlo todo menos la conciencia de lo que hace, como tanto lo repitiera Paul Valéry. Afortunadamente, en las formas conscientes de la creación se ha arribado a una concepción análoga de las relaciones necesarias entre la estructura-situación y la estructura-expresión; se ha advertido, a la luz de Rimbaud y el surrealismo, que no hay un lenguaje científico -o sea colectivo, social- capaz de rebasar los cuadros de la conciencia colectiva y social, es decir limitada y atávica; que es preciso hacer el lenguaje para cada situación, y que al recurrir a sus elementos analógicos, prosódicos y aun estilísticos, necesarios para alcanzar comprensión ajena, es preciso encararlos desde la situación para la cual se los emplea, y no desde el lenguaje mismo.
Nuestro escritor da señales de inquietud apenas advierte que una situación cualquiera encuentra expresión verbal coherente y satisfactoria. En su sentimiento constante de cuidado (el Sorge existencialista), el hecho de que la situación alcance a formularse lo llena de sospechas sobre su legitimidad. Recela una suerte de noúmeno de la situación agazapándose tras el fenómeno expresado. Ve actuar en el lenguaje todo un sistema de formas a priori, condicionando la situación original y desoriginalizándola. Lo que el kantismo postula en el entendimiento humano nuestro escritor lo traslada esperanzadamente al orden verbal; esperanzadamente, porque se libera en parte de esa carga, se presume capaz de trascender limitaciones sólo impuestas por un uso imperfecto, tradicional, deformante de las facultades intelectuales y sensibles creadoras del lenguaje. Sospecha que el hombre ha alzado esa barrera al no ir más allá del desarrollo de formas verbales limitadas, en vez de rehacerlas, y que cabe a nuestra cultura echar abajo, con el lenguaje "literario"', el cristal esmerilado que nos veda la contemplación de la realidad. Por eso, le basta advertir un Q.E.D. para convencerse de que la más vehemente sospecha de falsedad que algo pueda inspiramos es su demostración, su prueba.
Esta agresión contra el lenguaje literario, esta destrucción de formas tradicionales, tiene la característica propia del túnel; destruye para construir. Sabido es que basta desplazar de su orden habitual una actividad para producir alguna forma de escándalo y sorpresa. Una mujer puede cubrirse de verde desde el cuello a los zapatos sin sorprender a nadie; pero si además se tiñe de verde el cabello, hará detenerse a la gente en la calle. La operación del túnel ha sido técnica común de la filosofía, la mística y la poesía -tres nombres para una no disímil ansiedad óntica-; pero el conformismo medio de la "literatura" a los órdenes estéticos toma insólita una rebelión contra los cuadros internos de su actividad. Puerilmente se ha querido ver en el túnel verbal una rebelión análoga a la del músico que se alzara contra los sonidos considerándolos depositarios infieles de lo musical, sin advertir que en la música no existe el problema de información y por ende de conformación, que las situaciones musicales suponen ya su forma, son su forma,
La ruptura del lenguaje ha sido entendida desde 1910 como una de las formas más perversas de la autodestrucción de la cultura occidental; consúltese la bibliografía adversa a Ulysses y al surrealismo. Se ha tardado, se tarda en ver que el escritor no se suicida como tal, que al barrenar el flanco verbal opera -rimbaudianamente- una necesaria y lustral tarea de restitución. Ante una rebeldía de este orden, que compromete el ser mismo del hombre, las querellas tradicionales de la literatura resultan meros y casi ridículos movimientos de superficie. No existe semejanza alguna entre esas conmociones modales, que no ponen en crisis la validez de la literatura como modo verbal del ser del hombre, y este avance en túnel que se vuelve contra lo verbal desde el verbo mismo pero ya en un plano extraverbal, denuncia a la literatura como condicionante de la realidad, y avanza hacia la instauración de una actividad en la que lo estético se ve reemplazado por lo poético, la formulación mediatizadora por la formulación adherente, la representación por la presentación.
La permanencia y continuación de las líneas tradicionales de la literatura, penetrando en el siglo paralelamente al estallido de la crisis que estudiamos, vuelven más difícil su justa estimación. Las líneas propias del escritor vocacional continúan tendiéndose, imbricadas con las tentativas del escritor rebelde, y la actitud crítica se ejercita por lo común desde un igual criterio ante una y otra actividad, pretendiendo medir la entera "literatura" del siglo con cánones estéticos. Se cae entonces en el ridículo de denostar una "liquidación del estilo" en un Joyce o un Aragon cuando precisamente el concepto escolar del estilo invalida de antemano toda aprehensión de la tentativa de Ulysses y Traité du Style. Se abomina de los esfuerzos del nuevo escritor fundándose en que una línea tradicional alcanza a producir en pleno siglo frutos de la admirable jerarquía de Sparkenbroke, Le Grand Meaulnes, la novelística de Henry James o de Mijail Sholojov. No se quiere ver que, ciertamente, la Literatura habrá de mantenerse invariable como actividad estética del hombre, custodiada, acrecida por los escritores vocacionales.
Seguirá siendo una de las artes, incluso de las bellas artes; adherirá a los impulsos expresivos del hombre en el orden de lo bello, lo bueno y lo verdadero. Admitirá, como durante su entero itinerario tradicional, que la conquista de un estilo bien vale la pérdida de algunas instancias que se le muestran irreductibles. Dejémosla en su reino bien ganado y mantenido, y apuntemos hacia las nuevas tierras cuya conquista extraliteraria parece ser un fenómeno significativo dentro del siglo. Una forma de manifestación verbal, la novela, nos servirá para examinar el método, el mecanismo por el cual se articula un ejercicio verbal a cierta visión, a cierta revisión de la realidad.

lunes, 12 de septiembre de 2011

Las trece y el banco




La caja diez iba lento, allí todo es plata.

A Martín le habían dicho que el ritmo del banco era cansino, que el ingreso era sencillo y que, con un mínimo llamado de atención, el clima se tornaría en su favor.

La caja diez iba lento. Mirna López había discutido por más de una semana, en distintas reuniones, sobre su salario insuficiente. A sus veinticinco años, ella estaba harta de las historias de los bancos de su padre.

En los 50, un banquero entraba a las 8 de mañana y salía a las tres de la tarde. Tenía el convenio colectivo por delante de todo y no había nada que se anteponga. Era nuestra carta de presentación, decía Roberto.

Elena tiene una frase de cabecera: es una vergüenza. Todo aquello que es nuevo y constituye un mundo que odia y no entiende es una vergüenza. Su jubilación no le alcanza para vivir muy bien. Tiene una pensión minima, pero nunca la declara en público. Impugna todo lo que la rodea y llora por la noche. Vive conectada a la televisión y reza por lo que no tiene.

A sus catorce años, la vida de Martín distaba mucho de ser un refresco a la sombra; de ser una noche de sexo; de ser un libro en la oscuridad de un estudio; de ser un plato de comida preferido, encargado, repetido. Su vida era un acopio de satisfacciones de imitación y contrabando.

La caja diez iba lento. La gente se decepcionada con una naturalidad sospechosa.

Ana salió de la casa a las seis y veinte, con el primer sol, y aguardó por su colectivo alrededor de veinte minutos en la parada. Subió a los empujones, le sacó el boleto un pibe que estaba apretado contra la máquina y escuchó la música que uno de los chicos hacía sonar desde su teléfono celular.

Cabecea una y otra vez. Escucha las idioteces que dicen en la radio y vuelve a cabecear. Mario está feliz desde que polarizaron los vidrios de la garita porque puede cabecear sin que nadie lo vea. También se saca los mocos con más libertad sin que nadie piense que es un asqueroso y sin que el gerente crea que hace de todo menos vigilar. También manda mensajes de texto por el horóscopo y los resultados de la quiniela. El horóscopo le avisa que la suerte no es lo suyo y, luego frustrarse las noticias del azar, jura que lo volverá a intentar.

Martín levanta a Yamila en la esquina con una sonrisa poco común. Con los huecos de los dientes que le faltan al aire le aventura una promisoria tarde. Es la hora del hambre de las 13.

Ana escucha a la vieja que está antes suyo en la fila de la caja diez despotricar contra la boluda de la cajera que, encima de tener cara de culo, dos veces le dio mal el vuelto y hasta en una oportunidad le enchufó uno de cien trucho. Es una vergüenza, repite. Es una vergüenza.

Es una vergüenza, escucha Mario entre los anuncios de la radio. Las 13 es la hora en la que todos creen que ir al banco es más rápido porque todos están comiendo. Todos están allí.

Martín usa la puerta giratoria dos veces, la gente lo mira y Yamila sonríe con algo de cinismo. Pone su mochila entre sus piernas y abre el cierre cuando Yamila lo toma del brazo y le dice:

Que haces-

Un asalto- dice su voz adolescente, torpe.

El grito de Elena se escuchó cuando Mario ejecutó su nueve reglamentaria sobre la nuca de Martín. Yamila se arrastró por las baldosas hasta que llegó al final de la fila once. La sangre de Martín explotó sobre el saco largo de Ana y la falda de Elena. Primero sus rodillas y luego su torso y cabeza fueron tocando el suelo y el charco rojo comenzó a cubrir las bruñidas baldosas. El estruendo del disparo paseó por todos los pasillos.

Mario abrió finalmente su mochila, sacó las papitas, los chizitos y la coca y colocó un 22 corto sin balas.

Daños colaterales, dijo el gerente.

Al día siguiente, la caja diez estaba un poco más rápida.

viernes, 29 de julio de 2011

Notas encontradas en el cuaderno de un loco

Los hombres no saben reclamar


En mi rol de observador, de sociólogo de bar y orador de amigos tengo una conclusión en mis manos y la antipática tarea de revelarla: Los hombres no saben reclamar.

Como debiera exponer casi dos siglos de investigaciones, me tomé la molestia de verter todas las aristas del trabajo sobre dos claros ejemplos.

Rubén está gordo y, a causa de esto, necesita otro pantalón. Del diálogo matutino surge que, porque las veces que lo hicieron juntos Rubén culminó agotado y con un ejemplar que de ninguna manera era lo que había proyectado, deberá ir de compras al salir de la oficina y solo.

Rubén necesita el pantalón, pero ve la tarea como una molestia innecesaria. Más quisiera él que Isabel llegue un día con el pantalón que le gusta y abandonar el tema; pero no.

Al salir de su trabajo, Rubén pasea por los distintos locales del centro comercial, mira botines, camisetas y vendedoras. Cuando considera culminado el periplo se apronta a la casa donde venden sus pantalones, los que Isabel llama “de viejo”, y toma un par. Paga y se va.

Al día siguiente, Rubén se siente realizado: lo hizo solo, lo hizo rápido y hasta lo disfruto. Es todo un éxito.

Llegado el momento de ponérselo, enfunda sus pantorrillas, recién ahí quita las etiquetas de cartón, y procede a subir el pantalón a fuerza de contorneos y vires que teatralizan una danza del Ditirambo.

¡Isabel¡- grita Rubén.

Rubén no conoce su talle y lo acaba de notar.

Grita el nombre de su esposa porque está desesperado, necesita auxilio y un culpable. Necesita a alguien a quién incriminar por todo ese orgullo que sintió ayer y que hoy, a la primera prueba, se cae rendido a las predicciones de su cónyuge.

Yo te dije- las primeras palabras de Isabel son un eco que nace desde su niñez, desde su madre.

Con el ánimo apisonado y con la pesadumbre del fracaso sobre sus hombros, recorre las vidrieras que ayer le sonreían y en su paranoia cree que todos saben que está a punto de caer rendido ante la evidencia.

La carga emotiva es altísima, la presión sobre sus hombros hace que el hecho más cotidiano ahora parezca una cuestión de virilidad. La decepción lo acompaña hasta la caja donde la chica que ayer le sonrió y entregó el vuelto hoy lo mira con ojos de lascivia insatisfecha.

Los cambios se realizan de lunes a jueves y de ese modelo ya no quedan más- arguye.

¿Qué haría Isabel en este momento? Trata de recordar las enseñanzas de su esposa y le resulta imposible; sólo recuerda la vergüenza que sintió y con eso le basta para tomar otro camino.

Pero…- intenta nuevamente.

¿Sí?- distante y agresiva.

No nada, dejá.

Se aleja por esa puerta que huele a vainilla con la extraña certeza de que Isabel se hubiera llevado medio local y una bonificación de descuento en futuras compras en la misma maniobra que él ha dejado pasar.

Con la bandera a medio mástil elabora un plan alternativo que, por muy ocurrente que sea, no se moverá de comprar otro pantalón, cubrir el gasto con una mentira y regalar o tirar el que no le entra.

Este segundo ejemplo está dominado por la testosterona que invade la escena cuando más de dos amigos se reúnen en pos del relajo del género.

En una casa sin compromisos, en un comedor de solteros, seis amigos se reunieron para pasar un rato ameno y compartir eso que de chicos y por herencia social reconocen como amistad.

Abundan bebidas espirituosas sobre la mesa. Las diversas etiquetas marcan el gusto de cada uno y, a poco de reunidos, ya existen tres subgrupos que charlan. Nada es importante, todo es gracioso.

A pesar de que hay tres de los seis que han recibido alguna que otra clase de cocina, en parte porque es una buena herramienta para atraer al sexo opuesto y en parte por la tradición que circunda en lo culinario, por votación general se realiza un pedido telefónico a la pizzería del barrio.

Con la desorganización que los caracteriza, uno ya ha marcado los dígitos del teléfono y se dispone a iniciar la charla cuando aún no han decidido que ordenarán. Entre las risas, las chanzas y la música se realiza un pedido que seguramente será mucho, o poco, pero nunca lo justo.

Avisados de la demora, no más de media hora, se lanzan nuevamente a la charla que habían abandonado. Otra vez el relajo, otra vez el alcohol, las risas, el tabaco y el placer.

A la hora de charla, que pareció muchos menos, alguien se pregunta -¿A qué hora pedimos las pizzas?-. Después de que los seis aventurasen durante otros quince minutos cuál fue el horario del llamado, uno toma el aparato y digita.

Pizzería- presenta una mujer de voz joven y presurosa.

Hola- decidido él- quería saber cuanto le falta al pedido de Sucre 100.

Ya salió para allá- devuelve.

Un tímido “gracias” tras unos segundos de silencio culmina la conversación.

Dice que ya viene- comunica en rol de vocero.

Otra vez a la charla, otra vez a las bebidas, el tabaco y el placer. Todo igual, pero con los primeros signos de hambre.

Esta operación de llamados y reclamos se repite reiteradas veces. En no más de tres turnos de interlocución, ellos preguntan, les responden y se corta con un amargo adiós.

Llamá vos que no llamaste nunca y no te conocen la voz- intercalan.

La señorita del otro lado no titubea. Lanza una respuesta tras otra y es una gigante contra seis enanos. No hay repreguntas, como mucho alguno recuerda la espera que transcurrió desde el primer pedido. Ella es tajante en las respuestas, sabe de reclamos y demoras y se mueve ágilmente. Cualquier mujer hubiera comenzado un rosario de epítetos principiado por “escuchame querida”, que hubiera culminado en la cancelación del pedido. El hombre se rige por el principio del placer y, por herido que esté, no está dispuesto a abandonar la misión. No sabe como hacerlo, ni conoce de retiradas orgullosas.

Para peor, en grupo se potencian todas las virtudes y los defectos. En las mujeres, el halo de autoritarismo que las rodea se expande como la radiación y son un regimiento en lugar de un dictador. Los hombres, ante la figura de una mujer que los embiste en cada ataque, se repliegan en busca de un lugar seguro.

Para los hombres la necesidad es inmediata, pero el desgano, la pereza y la vergüenza son vallas imposibles del saltar.

En la intimidad de un tocador dominado por el contenido de un neceser, en las amargas sombras de un bar húmedo, en la desesperantemente lenta caminata hacia el altar, en la histórica y rutinaria costumbre de parir, en las largas colas donde abundan los indignados, el arte de la demora y el reclamo es de la mujer.

viernes, 15 de julio de 2011

Pedido de un hombre al Dragón



Si digo que abrí la puerta, miento. Fue un empujón, un topetazo el que nos dejó frente a frente. Gran parte de mi vida te había buscado y ahora que estábamos cara a cara, ahora que tenías que contestar haces silencio.

Te miro a los ojos y me das el mismo asco que sentí el día que dejé de sostener tus razones. No te entiendo y, si no fuera por la masa de idiotas que estás detrás de tuyo, ya estarías sepultado.

Tenía tantas cosas para reprocharte: los años de engaños, los miles de muertos, la desidia generalizada, la incongruencia de tu esencia y tu nombre, lo fatídico de tus argumentos, tus endebles explicaciones. Te haría responder una por una cada pregunta, pero las circunstancias me ponen en la dolorosa obligación de tenerte piedad. Me excede, pero tengo que otorgarte una prorroga antes de demostrarte que, por mucho que te creas, la razón la tuve siempre yo.

Ahora tengo que velar por alguien más, alguien que en este momento no puede enfrentarte. ¿Qué es lo que pasa dentro de ti? Acaso no es suficiente tanto dolor para seguir recurriendo con tamaño cinismo a la caída de un incólume. No son de sobra las lágrimas derramadas miles de veces; no funcionan éstas como crédito. No habrá quizás un dolor que te sacie que no sea el suyo. Será que podrás arrancar de mí lo más sano y enterrarme en lo profundo su dolor. Será que puedo cargarlo para que una vez no sea él quien yace prosternado frente a vos.

No hay en mí nada que quieras. Se que su corazón es más fuerte, pero, aunque el mío no es tan noble, es en gran parte suyo.

Han sido mil bosques amargos los que cruzamos en las tinieblas de tus promesas. Fui su escudero en tiempos en los que nadie distinguía a Sancho del Quijote. Fui su orador, confesor, víctima y victimario. Ahora sólo te pido, si está en vos, que sea yo él sólo para que no muera otra vez. Para que éste fausto estigma que le has impuesto, tu medalla, me sea a mi inexplicable y no a él.

Me voy observándote con recelo. Sobre mi hombro siento tu sombra que acecha cual cuervo. Ésta vez no gritarás: ¡Nunca más! Me voy sabiendo que algo harás, más volveré para arrancarte las sienes y para mostrárselas a cada una de tus víctimas. Les haré saber que sí, yo tenía razón, y con tu sangre limpiaré los caminos que han hecho en tu nombre y bañaré con sus tintas los escritos que te han nombrado. Lo haré todo, pero primero sálvalo a él.

jueves, 14 de julio de 2011

Relaciones laborales



Entraba todos los días con esa cara de pacata, con esa expresión de agua mineral que no decía nada. Le resultaba repulsiva. Siempre tapada por los biblioratos que contenían los asientos de la semana anterior, con el pelo grasoso, con los lentes caídos y con esa mirada de cordero en pascua judía.

Yanina Becerra, Yani, la Negra, de mil modos se la llamaba. Para Fabián Romero era “la pelotuda ésta”.

A medida que el estudio fue progresando, en parte gracias a los nuevos y más acaudalados clientes y, también, gracias a que el amado y admirado Don Serafín sabía moverse muy bien por las esferas de poder, fueron ingresando nuevos contadores. Cada uno trajo su secretaria, pero Romero, que se relamía con una veinteañera de faldas ajustadas, pantorrillas largas y zapatos tacón alto, debió conformarse con el favor que le hizo Don Serafín a su mucama.

Romero regurgitaba insultos por dentro. Como la acidez, el encono lo carcomía y no lo dejaba ver lo mucho que Yanina se esforzaba por caerle bien. Empresa inútil si la hubo.

Becerra venga- gritaba fuerte, para que lo oigan.

Tenemos la misma edad, podés decirme Yanina- café en mano y con la guardia baja.

En lo que a tensión se refiere, la relación nunca varió. Tenía pequeños interludios cuando Don Serafín se acercaba y le demostraba su paternal afecto a Yanina. Romerito, así le decían, se desvivía por hacerle saber a su jefe que Becerra hacía todo y más en sus quehaceres, que era la mejor. Cuando Don Serafín se alejaba con una sonrisa, Romero vomitaba un amargo “de nada”, para hacerle saber que todo había sido un acto de piedad.

Como esas cosas que no se explican demasiado, pero de las que abundan ejemplos, Yanina había desarrollado un profundo amor hacia su latiguero. Día a día, se esmeraba con el café, le plegaba el diario de la mejor forma, y hasta había realizado algún comentario ensalzador delante de Don Serafín.

Su obvio accionar la había delatado. Las otras secretarias le recriminaban tan ridículo amor; los compañeros de Romero, profesionales aspirantes a Serafines, se burlaban de él en forma socarrona.

Romerito, vas a ser el yerno del Jefe- decían, conjugando amor y sospechas.

Llegó un momento en que la situación se hizo insostenible. El desmedido amor de Yanina se condensaba en una especie de sometimiento que nadie toleraba. Las agresiones de Romero se multiplicaban hasta humillarla.

La cosa empeoró cuando Ibáñez recibió el ascenso que Romero tanto esperaba. Por ello había tolerado a Yanina, había sido por demás amable con Don Serafín y había soportado las altanerías de Ibáñez que, en cada conversación, se jactaba de su relación con Don Serafín y de la confianza que éste le tenía.

Su frustrada promoción a jefe de cuentas lo eclipsó. No podía apartar su mente de lo que él consideraba una injusticia. Quería matarlo, matarlos. Necesitaba descargar toda su furia en alguien y no sabía con quién.

Sr. Romero, le dejo su café- dijo la víctima.

Ya estaba dicho. La mejor forma de vengarse en silencio era con Yanina. Había escuchado más de una vez las burlas e interpretaciones de Ibáñez sobre como había sido concebida en el descampado de Orión y Salguero, en el asiento de atrás del auto de Don Serafín. Había escuchado los gritos de madre de Yanina y hasta el llanto de la niña al nacer.

Yani, vení por favor- dijo.

Si- era la primera vez que la llamaba así. Estaba extasiada.

Hoy me tengo que quedar hasta tarde con la cuenta de Asincop, ¿me das una mano?

Seguro, llamo a mi casa y aviso que llego tarde- dijo entusiasmada.

La venganza estaba en marcha. Los pasos eran los lógicos y el cordero se había apoyado sobre la guillotina.

Las luces de las oficinas se fueron apagando hasta que sólo quedó un corredor oscuro y el despacho de Romero iluminado.

Chau Fabián- se despidió último Don Serafín en compañía de Ibáñez.

Romero esperó un poco y dijo: Vamos Yani, dale, vamos que terminé.

Ella tomó su saco y salieron rumbo al estacionamiento. Justo antes de entrar al Fiat Uno rojo, él le dijo:

Como es la vida, a veces tenés al amor en frente y no lo ves.

Qué- exclamó entre pregunta y asombro. Algo de su sueño de Cenicienta se hacía real.

Nada, dejame- abrió la puerta y subieron.

Durante el camino le pidió que lo acompañara hasta la casa de un amigo a buscar algo, y que después la dejaría directamente es su casa. Como era de esperar, accedió sin chistar.

El auto dobló a la derecha uno y otra vez. Encaró derecho, dio dos saltos cuando subió el cordón de la calle y se metió en el baldío.

Dejame mandar un mensaje de texto y hablamos- le rogó mientras ponía su celular en grabador para captar y dejar registro del acto.

Primero se acercó, le habló al oído y llevó su mano en forma cursi hasta la oreja de Yanina. Le acomodó el pelo, le pidió perdón por las veces que negó este amor incontrolable e intentó besarla. Si bien ella accedió en un principio, los movimientos bruscos de Fabián motivaron una leve lejanía.

No sé que hacés- le dijo ella- estoy confundida.

Confundida por qué, no era lo querías.

Las manos de Romerito comenzaron a bailar por el cuerpo de Yanina. Con mucha más educación de la que ameritaba el momento lo fue corriendo del lugar para hacerle saber que algo de ella quería estar allí, pero no de esa manera. Romerito aceleró los movimientos y ella la huida.

Me parece que te estás pasando.

Pero quién carajo te pensás que sos pelotuda- asestó. Te pensás que sos intocable porque sos la hija….

El estruendo no fue menor. Yanina tomó su cabeza y notó que tenía sangre sin saber de donde provenía. Le dolía mucho el brazo y las costillas. El sacudón la había mareado. Levantó la vista y vio a Romero con la cara hundida en la bocina, que de a poco se apagaba.

Como pudo salió del auto y corrió hacia la luz hasta llegar a la esquina del baldío. El escenario del amor era toda una tragedia. Corrió en forma desesperada y, confundida, tomó un colectivo incorrecto.

Cuando Romero comenzó el cortejo, apagó las luces del auto. En el ingreso al oscuro baldío del amor nada hacía prever que allí yacía un automóvil. Otro asiduo cliente del lugar había ingresado con el mismo apuro y en la misma dirección. La colisión había destruido el frente del Toyota negro que los había embestido.

Minutos después de que Yanina se tomara el colectivo, Ibáñez reaccionaba en el auto de atrás y descendía lentamente tomándose la cabeza.

Al día siguiente el estudio estaba de luto. En la misma sala velaron a Romerito y a Don Serafín.

Yanina fue, Ibáñez no.